El efecto Pigmalión, y seré lo que tu digas … ¡o no!, es nuestra historia, la historia de nuestra vida que comienza a formarse antes de nacer. Nuestros antepasados y sus historias serán parte de nuestra historia. Heredamos no sólo la casita que nuestros padres tenían en el campo, también heredamos sus genes y los de los abuelos … Luego al nacer, nuestros padres nos dan un nombre, cuando alguien dice ¡Paula!, yo me vuelvo, YO SOY PAULA. Luego viene …, bueno, luego viene de todo, es una tómbola, los padres tampoco tienen un manual de instrucciones. No seamos muy duros con ellos, ¡los pobres! 😉
Cuando eres niño no sabes quien eres, pero tu cerebro está dispuesto a aprender, a absorber como una esponja, y vaya que si absorbe. Aprendes a saber quien eres grabando las opiniones de tus padres, de tus hermanos, de tu familia, de tus amigos en el cole, de tus profesores….
– ¡Que buena niña eres, que linda! … (y te lo crees, porque no dejas de ser una niña que está formando su identidad)
– ¡Niña!, ¡pero ya has manchado el traje limpio¡, mira que eres un desastre, me tienes contenta!
– ¡Pero bueno!, ¡tu no vas a aprender nunca! Mira que eres torpe. ¡no sé que va a ser de tu vida! ¡Dios, que niña!
– Y una mirada de tu madre, un gesto de tu padre, a veces el lenguaje no verbal, nos dice tanto o más que las palabras; y se queda ahí para siempre. Su impacto, cala en nosotros casi de forma inmediata y de forma inconsciente.
Suma y sigue, y la niña absorbe, y absorbiendo cree y creyendo llega a ser lo que le dicen que es, y peor aún se siente como corresponde a las creencias con las que le han cargado. Y su vida no es su vida, es una supervivencia ficticia que ella no ha elegido, pero ahí está, rindiendo en la vida como si apechugara con una mochila de piedras que ella no ha elegido llevar.
Los seres humanos tenemos la necesidad de ser, de sentirnos identificados con nosotros mismo, y a la vez tenemos la necesidad social de agradar a los otros, de identificarnos con el grupo y todo ello nos lleva a absorber ideas que distan de la realidad.
Los demás tienen un efecto en nosotros casi mágico, es lo que en psicología se conoce como efecto Pigmalión. Cuenta la leyenda que Pigmalión, rey de Chipre, buscó durante muchísimo tiempo una mujer con la cual casarse, al no encontrarla, frustrado, creó una estatua tan hermosa y perfecta que se enamoró de ella, hasta le dio un nombre, Galatea. Afrodita, conmovida por el amor que sentía Pigmalión le dio vida a Galatea. El concepto que subyace a esta idea viene a decirnos que las expectativas que tenemos sobre una persona o grupo van a impactar en su rendimiento. Es lo que se conoce también como la profecía autocumplida. Aún más, también existe el efecto Galatea, según el cual las expectativas que tenemos sobre nosotros mismos van a influir en nuestro rendimiento.
Pero el cerebro madura, piensa y siente. Y un día se pregunta ¿por qué? ¿por qué sufro?, ¿por qué me siento así?, ¿por qué no soy feliz conmigo misma?, ¿por qué no puedo hacer lo que deseo en la vida?, ¿qué me limita? Ese punto de madurez, al que todo el mundo no llega, e incluso de sufrimiento, al que si llegan muchos, nos lleva a buscarnos a nosotros mismo, a dejar de ser lo que un día auguraron los adivinos.
Cuentan que en el templo de Apolo, en Delfos, había escrito un aforismo que decía “Conócete a ti mismo”, se le atribuye al mismo Sócrates. Conocerse a uno mismo es adentrarse en los pensamientos y sentimientos, es analizar nuestra conducta, apartarnos de lo que no somos y elegir nuestro propio camino, nuestro destino. Es emanciparnos de la niña que fuimos, despedirnos con cariño de ella, darle las gracias por habernos traído hasta aquí, decirle que la queremos y la llevamos dentro pero que ya es la hora de que empecemos a vivir nuestra vida. De que nos queramos por nosotros mismos. En ese momento tomamos las riendas de nuestra vida.
¡VAMOS A VIVIR!