En una charla de motivación, varios asistentes empezaron a quejarse del interminable estrés que les producía el trabajo y la vida en general. El profesor les ofreció un café. Fue a la cocina y regresó con una cafetera grande y una selección de tazas de lo más ecléctica: de porcelana, de plástico, de vidrio… Unas eran sencillas y baratas y otras, caras y exquisitas. Tranquilamente les dijo que eligieran una y se sirvieran.
Entonces, el viejo maestro se aclaró la garganta y con calma se dirigió al grupo: “Se habrán dado cuenta de que las tazas más bonitas y relucientes se han terminado muy rápido, y las que han quedado son las más sencillas y baratas; lo que es natural porque cada cual prefiere lo mejor para sí mismo. Ésa es realmente la causa de muchos de sus problemas de estrés. Les aseguro que la taza no le ha añadido calidad al café. El recipiente sólo disfraza o reviste lo que bebemos”. Y prosiguió: “no importa nuestro aspecto ni nuestro color, sino lo que tenemos en nuestro interior para dar. La vida es el café. El trabajo, el dinero, la posición social… son meras tazas que le dan forma y soporte a la existencia, pero eso no cambia ni define realmente la calidad de vida que llevamos. Piensen en lo siguiente: a menudo, por concentrarnos sólo en la taza, dejamos de disfrutar el café”.